Podría haber sido la princesa de los
cielos, venerada y envidiada por el brillo tenue de sus hermanas, y cuidada por
la tez albina de su madre.
¿Pero qué importaba un cargo de aquel calibre cuando
corría el riesgo de que su luz la cegara?
Había oído historias, historias sobre
princesas, princesas que habían sido devoradas por su propio fulgor y sometidas
a la más hambrienta de las oscuridades. Por aquello mismo y por mucho más, ella
no había deseado reinar sobre lo inexplorado sino explorar lo inexplorado.
Así
pues, en un acto suicida, se decantó por descender de los cielos
desembarazándose de lo único que habría podido hacer de ella una princesa de la
Luna: su fulgor.
La estrella pasó a ser una estrella fugaz en un arrebato
demencial. Su viaje la llevó a lo más profundo del océano y, entre el reflejo
del oleaje, consiguió advertir su verdadera forma.
De ese modo, supo que el
sacrificio de su estela no había sido en vano, que la extinción de sus sueños
por otro mayor había merecido sus lágrimas fosforescentes.
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